viernes, 15 de enero de 2010

Perdido +

Ese día me perdí, caminé sin rumbo; llegué a casa sin recordar en dónde estuve.
La luz se apagó y golpeé los dedos de mi pie izquierdo con la base de la cama. La luna sólo iluminaba mis manos frías en la noche y el vaho de mi boca emanaba sin cesar.
Había descubierto que su foto provocaba en mí demasiadas sensaciones, dolor de estómago y helaba más mi alma, haciendo a un lado el invierno.
Tuve miedo de morir, me sentí completamente solo y demasiado estúpido para llorar. Se llora cuando se tiene algo dentro, no cuando se es un parásito que sólo roba oxígeno a los demás. ¿Por qué debía morir él y no yo? La típica frase ahora se hacía realidad, yo aún no le daba algo al mundo. Yo ni siquiera había plantado un árbol o había ayudado a una anciana a cruzar la calle, no donaba nada en las colectas para enfermos. Mi vida se reducía a certificados escolares que no tenían razón de ser ante mi apatía global. El mundo era yo y punto.
Ahora me dolía él, minutos antes de que se fuera.
Mi tiempo aún era holgado, mis posibilidades de vivir eran altas. Él poco a poco se fue apagando, dejó de brillar y un tono gris iluminaba sus mejillas, su calor comenzó a perderse pero comenzó a salir para entrar por mis dedos. Su fuerza inundaba mis venas, era la mejor forma de dejarlo vivir y darle al mundo lo que nunca le ofrecí. Sería como él, soñaría con tanto fervor como cuando él dormía. Haría poemas de las flores y de las nubes como los que él recitaba y escribía en servilletas. Cantaría al despertarme para que el Sol me escuchara y tuviera ansias de salir. Iluminaría de muchos más colores cada paisaje y llenaría de pintura roja mi opaco corazón. Amaría, tanto como él me amó.
No iría en contra del ciclo, él hizo todo lo que tenía que hacer, yo sólo iniciaría por el mismo camino que él siguió para luego tomar el rumbo que eligieran mis pies. Ese día aprendí a vivir.

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